Cuando supe por amigos comunes que Rafael se sumergía en el olvido, sentí ese
estremecimiento de la muerte en vida. Si sus recuerdos desaparecían, lo nuestro sería nada.
Una inexistencia que anularía los años de amor furtivo. La pasión enredada en el tumulto de
las sábanas. Las tardes urgentes en una habitación de hotel. Los restos de soledad que se
quedaban flotando en el olor que dejaba al marcharse. Sin posibilidad de retenerlo, de pasear
del brazo bajo el sol o a la luz de las farolas de las plazas. La familia era su mundo
irrenunciable, mi casa una estación de paso. Un tren de parada breve, de intercambio de
momentos, de frases cortas y sin promesas. Luego venían las semanas festivas, las vacaciones
eternas, el teléfono en silencio, y la espera al borde de las vías del tren que Ana Karenina
conoció tan bien.

A los 68 años, el tiempo posiciona la brújula entre la estrella polar y la Cruz del Sur.
Quedarse en medio, es rolar a los caprichos de los vientos o dejarse llevar por las corrientes
marinas. Así que me puse un chal traído de mis años de cooperante en Tigre y Misiones y me
lancé a las vías de asfalto.

Antes paré en la gasolinera. Gustavo siempre me hace sonreír y aquel día mis emociones
bajaban y subían como una canoa entre los rápidos del río Paraná. Le confesé lo que me
proponía hacer. Arqueó las cejas, apretó los labios y se encogió de hombros. «Todo saldrá
bien, aunque salga mal» Su filosofía era contradictoria, pero yo también lo era a veces. Me
deseó suerte con el gesto del dedo pulgar hacia arriba.
Aparqué el coche junto a su finca y esperé.

Me conformaba con verlo alzar la azada o pasear por las inmediaciones. Acercarme a
Rafael y saludarlo, como esa vieja amiga que se encuentra por casualidad. Pero nada de esto
ocurrió. Los toques de unos nudillos en el vidrio de la ventanilla, me sobresaltaron. Era su
mujer Amalia.

—¿Se ha perdido? Lleva aquí toda la mañana. ¿Puedo ayudarla?

Claro que podía pero cómo decirle quién era después de tanto tiempo.

—Paré para hacer algunas llamadas de teléfono y enviar unos guasaps.

—Si quieres tomar un café y luego seguir, te invito.

Era arriesgado para ella que aceptara y que Rafael me reconociera. Pero más para mí si él
no me recordaba. Ella lo tuvo siempre, yo solo me quedé con los mejores instantes de su vida.

—Estupendo, me vendrá bien.

Un camino ancho atravesaba la finca hasta llegar a la casa. Al entrar en el jardín vi su
inconfundible espalda ancha, aunque algo encorvada.

Pasé a su lado sin que se diera la vuelta. Me senté en su cocina con horno de leña,
chimenea de piedra y muebles de tea. Amalia preparó un expreso. Cuando estuvo listo, lo
llamó. Escuché como arrastraba los pies y sentí el tropel de las cataratas de Iguazú en mi
pecho.

—Rafael, tómate un café con nosotras. Es una conductora perdida por estos lares. ¿Cómo
me dijo que se llamaba?

Aún no me había presentado.

—Lucía.

Él permaneció con la mirada clavada en una cereza del mantel. Tomó la taza entre sus
dedos y sorbió el café como si estuviera ausente. No sabía si disimulaba o mi nombre se
había borrado de sus labios.

Amalia habló de la felicidad encontrada en la finca. De la verdad que habita en la
naturaleza. Del renacer al alba y de las estrellas que contempla cada noche. «La luna llena
siempre viene a nadar a nuestra charca».

Rafael se marchó sin que sus ojos azules se abrieran para mí. Ya ni siquiera era un
recuerdo errante en su memoria precaria. También para mí era el momento de abandonar
aquel lugar.

Amalia me acompañó hasta el camino y cuando ya estaba a punto de subirme al coche,
llegó Rafael. Su mujer lo miró extrañada. En la mano traía una figura que me tendió. En
aquel instante nadé desnuda en su mirada azul.

—Rafael siempre tan generoso con nuestros visitantes.

Me alejé con el hijo que no tuvimos, con los abrazos perdidos, con las manos entrelazadas
en la oscuridad, con el matrimonio que nunca fue y con el testigo y cómplice de nuestras
horas clandestinas.

Los dos sabíamos que no era una figura decorativa. Era el dios Wakan-tanta. Lo había
traído de una de mis estancias en Misiones. Un chamán guaraní me lo dio para que los
espíritus me acompañaran donde la Cruz del Sur no alumbrara. A mi regreso, Rafael se quedó
fascinado con el tótem. Compartía nuestros encuentros y cuando nos despedimos sin vuelta
atrás, me pidió a Wakan-tanta. Quería conservar la magia que vivimos.

Ahora vuelve a mí y yo seré la luz de nuestra memoria.